Mis privilegios en
el hotel Marcellas me hicieron cambiar de planes al llamarme la Carolina. En
cuanto llegué me llevó a su habitación y ahí, en vez de lanzarse sobre mí como
siempre lo hacía, me pidió que nos sentáramos en la cama y me habló sobre el
problema que tenían con la Alicia. La verdad, y yo lo sé desde hace mucho, es
que la Carolina me tiene cariño: pero yo no le he respondido nunca, porque a
las putas no se les debe tener cariño.
La enfermedad de la Alicia estaba
consumiendo a las putas del Marcellas. Cuando los ataques de tos le impidieron trabajar,
le dijeron que se no se preocupara, y empezaron a poner dinero de sus bolsillos
para llevarla con un medico que no terminaba de encontrar el problema;
mientras, la Alicia se retorcía día y noche en su habitación (que al igual que
todas las del Marsellas estaba decorada con colores pastel), intentando
respirar entre ataques. Es que no sabes cuánto me trauma verla arqueándose en
la cama, me dijo la Carolina. Ni los medicamentos ni los tecitos de manzanilla
de la Lucía servían; si acaso lograban que se le relajara la garganta un rato.
Cada vez se ocupaba más dinero y la Carolina y sus colegas tuvieron que
sacrificar salidas, borracheras y ropa. Algunas ya habían dejado de cooperar y
deseaban que la Alicia se muriera lo más antes posible, para que ese martirio
terminara. Decidieron intentar algo más espiritual así que la llevaron a la
parroquia del padre Andrés, dónde está Santa María del Lago, virgen protectora
de los pecadores, para que la Alicia le rogara que se apiadara de ella. Aquella
noche, por primera vez en meses, la Alicia pudo dormir sin un ataque. Se les
ocurrió una idea: si pudieran llevar la virgen al hotel, la Alicia sanaría
totalmente en unos días. Así podría regresar a trabajar. No esperaban que el
padre Andrés se opusiera. Si la gente del pueblo se enteraba que ellas tenían
el privilegio de llevarse la virgen al Marcellas: o buscarían hacerlo dejar la
iglesia, por promover el pecado o, peor aún, querrían tener la oportunidad de
llevarse también a la virgencita milagrosa a sus propias casas, para que
solucionara sus problemas. Y eso no podía ocurrir. No debían ser egoístas.
La Carolina me miró directo a los
ojos y recorriendo mi pecho con una de sus uñas postizas, me preguntó si podía
ayudarles a robar la virgen. Que si lo hacía, me lo iba a recompensar, añadió bajándome
la bragueta. Ni lo dudé; lo más difícil sería, de seguro, botar los candados de
la entrada principal y saber cuál era la virgen correcta. Y para eso podía ir
conmigo. Recargó su rostro en mi pecho y soltó un chillido de alegría, metiéndome
la mano en la bragueta, mientras le preguntaba cuándo quería hacerlo. Esa misma
noche: no creían que la Alicia fuera a resistir mucho. No hay problema, recuerdo
que comenté al sentir su mano jugando en mi entrepierna. Ahorita arreglo todo.
Más noche, la Carolina, la Lucía, la Alicia y yo nos encontramos con el Junior en el restaurante del Marcellas. Mientras tomábamos unas cervezas y le explicaba al Junior cómo le haríamos con el robo, la Carolina y la Lucía empezaron a decirle en voz alta a la Alicia sobre la virgencita y sobre a dónde llevarían una vez que se repusiera, así que les ordené que se callaran o hasta allí llegaría el plan.
La parroquia del padre Andrés está
en el centro del pueblo, detrás de la plazuela, rodeada de calles empedradas.
Como una vez el Junior y yo habíamos entrado a graffitear, sabíamos que una
parte en la cerca de alambre estaba podrida, y se podía levantar fácilmente. La
Carolina y la Lucía volteaban inmediatamente hacía cualquier dirección, cada
vez que la Alicia tosía, tapándose la boca con su cobija rosa pastel del
Marsellas. Con golpes de una piedra abrimos el candado oxidado. Al entrar,
buscamos el interruptor. Ya con luz vimos las pinturas enmarcadas en oro y las
muñecas de porcelana que, sobre lengüetas de cemento, decoraban la parroquia.
La Carolina me apuntó una a como cuatro metros de altura, sobre el altar. El
Junior dijo que él la bajaba y dio un brinco, aferrándose a una de las
lengüetas más cercanas al suelo: a partir de ahí fue apoyando los pies en los
relieves y levantándose con las manos: sorprendidos, vimos cómo llegó hasta la
protectora de los pecadores y rodeó la muñeca con la mano, pero esta no cedía.
Le grité que jalara con más fuerza. Al hacerlo, la muñeca y el Junior salieron
volando y tras golpear el suelo, el Junior empezó a gruñir, arqueándose.
Espantados, lo rodeamos y en ese momento escuchamos las puertas principales cerrándose.
Corrí amenazando que nos dejaran salir y no habría heridos; el padre Andrés, desde
otro lado de la puerta, gritó que ya había llamado a la policía, que no se
irrumpe en la casa de Dios sin castigo. Regresé al altar y les pedí que
levantaran al Junior a cómo pudieran para irnos y al regresar a la entrada empecé
a embestir las puertas de madera: en algún momento debían de ceder. Si el padre
no había mentido, la policía estaría por llegar. Al escuchar que se arrancaron
los cerrojos de la puerta, las tumbé de una patada y alcancé al padre escapando
por el portón principal del cerco. Ni lo dudé: les grité que hecharan al Junior
al carro y luego corrí hacía el padrecito y le clavé mi navaja en las costillas,
diciéndole esto va por la Alicia. Ya que estaba en la tierra, me fui
corriendo.
Al escapar por la carretera, vimos tres
patrullas yendo hacía la Iglesia. Que se muera ese párroco de mierda, pensaba.
Una cuarta patrulla nos alcanzó, haciéndonos la parada: saltaron de ella dos
policías. ¿A dónde con tanta prisa?, me preguntó el oficial, echándome la
linterna en la cara. El otro oficial se asomó en la parte trasera y al ver a la
Alicia abrazando la virgen de cerámica, hiso una señal a su compañero y este me
encañonó en la sien. Abrí la puerta del coche y lo obedecí. Al estar en el piso
escuché como el otro oficial y la Alicia reñían, la Alicia no quería soltar la
virgencita; y luego escuché los gemidos del Junior mezclados con la tos, hasta
que llegaron más patrullas y nos llevaron a la comisaria.
Mientras nos tenían apresados, la
Alicia tuvo un último ataque de tos envuelta en su cobija rosa pastel del
Marcellas, sin que los cariños o promesas de sus compañeras la ayudaran.
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