Quizá la pregunta no debió haber sido: ¿cruzamos hasta la otra orilla o regresamos a esta?, sino, ¿porqué cruzar?, así se habría ahorrado muchos problemas al intentar traducir a palabras, con un previo intento totalmente fallido, la mecánica y la ciencia de cruzar puentes. En este caso, lo primero es que el individuo que lo cruzará, de seguro, acabará recayendo en una de las actitudes en las que Marisol o él cayeron al cruzar el Puente Negro que une las dos riberas del rio Culiacán para que cruce el ferrocarril, o tren, o como se le quiera llamar a ese gusano de metal que va entre ciudades por las vías, desde tiempos revolucionarios; la primera actitud es la de la fabricación de trenes imaginarios que en cualquier momento aparecerán al otro lado de la ribera, obligándolo a uno a saltar al rio o a rechazar la vida y dejarse conducir por la locomotora a la muerte, cualquiera que esta fuera, haciéndole a uno correr para alcanzar el otro punto de equilibrio del monstro de metal más rápido; la segunda siendo la del miedo de perder el equilibrio y preocuparse menos por la aparición del tren y la posible toma decisión sino lo contrario, la perdida de la elección, el tropezar entre las tablas y caer contra la madera y golpearse el rostro y, aturdido, caer al rio, venga el tren cruzando el puente o no, así caminando de viga en viga, con paciencia, intentando tener cuidado de dónde se pisa. La primera fue la actitud que tomó Marisol, la segunda la que tomó él. Había sido fácil estar sereno y no parecer tan cobarde en la tierra, mientras recorrían el centro comercial, o la parte de la ribera donde hay juegos y pasto donde sentarse a platicar, o al recorrer el malecón para llegar a la parte sur del puente, pero ahora, suspendido quién sabe cuantos metros sobre el rio verde repleto de lirios, recordando que de pequeño tenía acrofobia (así como hemofobía, lygirofobia, nictofobía, hadefobía, homilofobia, e infinidad más de fobías que gobernaron los primeros años de su niñez y le hicieron transgiversar todo y ver las cosas más oscuras y con miedo infantil e irracional), e intentando ignorar que en cualquier momento esta podría regresar y hacerlo sentarse sobre la madera, paralizado y decirle a Marisol que lo sentía, que no podía continuar, poniéndole en un dilema a ella que lo que deseaba, más que nada, era cruzar a la otra orilla, y dejar de preocuparse y escuchar, a ratos, el tren llamándoles desde la distancia. Pasaba cada viga, una a la vez. El puente se compone de dos tipos diferentes de zonas: las que tienen arco, permitiéndote, en caso de que llegue el tren, esconderte bajo la vía y así no preocuparte ni por el rio ni por la muerte, y aquellas que son la pura vía y el puente, con la inmensidad, que no era tan inmensa como su irracionalidad le hacía ver, a ambos lados, siendo la única certidumbre la tierra que espera al otro lado. A su vez, en el puente, recorrido desde su zona sur, pegada a una calle principal y al malecón de la ciudad, empieza con dos arcos pegados, lo que les dio la seguridad a Marisol y a él de que cruzarlo quizá fuera una tarea sencilla, algo que se hace un sábado cualquiera, hasta que, siguiendo cada uno su propio método, llegaron al primer fragmento sin arcos, y su miedo por tropezar y caer al rio se aumento, así como el de ella de no poder refugiarse más en los arcos. Marisol empezó a correr con ademanes como si fuera niña y jugara a las escondidas o a las tentadas, dejándolo atrás, muy atrás, dándole la sensación de que si tropezaba y se caía, ella no se iba a dar cuenta; le gritaba Marisol, Marisol, no te apures, y ella le respondía que sí, que deben cruzar rápido o si no, Marisol, Marisol, le volvía a decir, caminando una viga a la vez, casi sin mirar su espalda o su no tan largo cabello castaño, sino la madera a sus pies, buscando posicionar con eficiencia su paso, para no sentir el golpe de la cara, y la caída; Marisol, Marisol, le gritaba, en vez de decirle con tranquilidad, no te apures, no hay prisa, y ella se detenía y esperaba a su llegada y unos pasos iban al mismo ritmo, y de golpe ella empezaba a correr de nuevo, dejándolo atrás, regresando a su mente la imagen de una nariz rota, de sangre manando de ella (de pequeño tenía hemofobía, ahí averiguaría si seguiría teniéndola), la caída y el agua, de seguro, helada del rio, llena de lirios acuáticos, que ya iban varias veces que la gente le decía que estos se formaban gracias a la contaminación del rio y por eso, una especie de solidaridad involuntaria, ya no arrojaba basura a él. En una de las paradas de Marisol aprovechó para agarrarle el brazo y decirle: vamos a hacer otra cosa: no andemos ni muy rápido, porque me da miedo caer, ni muy lento, porque si, quizá tienes razón y no alucinas y el tren ya está acercándose, así que te propongo que nos vayamos pegados y caminemos dos vigas a la vez, a paso dos tres rápido, y ella afirmando, y de pronto ahí se ven caminando agarrados del brazo por la primera parte sin arco, casi llegando al tercer y último arco del puente; él siempre mirando a las vigas: pie derecho, dos, pie izquierdo, dos, pie derecho, dos, pie izquierdo, dos, etc, etc. Esa era la fórmula para su problema de cruzar puentes: no era quedarse aterrado ante el vértigo, creándole más problemas a Marisol, sino unir los miedos de los dos, y también las esperanzas, por qué no, y avanzar a un ritmo uniforme, izquierda, dos, derecha, dos, izquierda, dos, derecha, dos. Éxito de llegar al tercer arco, pero eso no significa termino de la tarea, pues, y ahora que volvía a la seguridad de los arcos, se le ocurrió que aunque se ocultaran en esos canalitos alrededor de la vía, le ocurriría lo mismo que le pasaba de niño y sufría de acrofobia al subir a lo más alto de los arboles: pavor a moverse entre las ramas, creer que estas se romperían, cometer un error y caer, ahora sí. Y es que la probabilidad de pisar mal, tropezar, y caer el puente es directamente proporcional a la cantidad de pánico que actué sobre el individuo para cesar su movimiento. Así que la formula se siguió, con titubeos y miedos irracionales incluidos: a veces Marisol creía escuchar la sirena del tren, preguntándole si la oía también, y él negaba; así como un paso en falso, y, aunque era sostenido por el brazo de Marisol, sentía su cara golpeando contra la madera, sentía el líquido rojo salir de su nariz, la fuerza de la falta de movimiento del puente golpeando de nuevo contra él y la incertidumbre de no tener a qué agarrarse y sentir la caída libre al agua, el aturdimiento de la nariz rota y de la caída y del agua helada mojando toda su ropa. Dejaron atrás el tercer arco y estaban a casi un salto de la orilla, finalmente, ya no parecía inalcanzable, sino solo un poco lejana, y Marisol sugirió: ¿y si aumentamos el paso?, y el negó y siguieron los dos en unimovimiento, él, preguntándose, ahora sí, ¿porqué cruzar el puente?, ¿qué ganamos por hacerlo? Olvidando, momentáneamente, que toda la tarde se la habían pasado de un lado a otro por el centro de la ciudad, y luego por la Plaza Forum, entre las tiendas y las personas, quizá buscando una solución a los problemas que platicaban buscaban acabar con sus corduras esos días, como queriendo encontrar una solución mágica y ubicua que sirviera para ambos, al dar vuelta en alguna calle, o en las galletas que comieron, o en las personas que encontraron, desconocidas o conocidas. ¿Porqué cruzamos el puente?, se pregunta con el ritmo de los pies de los dos caminando por la ultima zona sin arco antes de la ribera, mientras sus dedos recorren el teclado con el mismo ritmo, izquierda, dos, derecha, dos, y recuerda la sensación que tuvo al sentir, finalmente la orilla y la tierra bajo sus pies, y la felicidad y la risa nerviosa de Marisol y por un momento pensó, esto fue grandioso: tan grandioso que jamás volveré a ver a Marisol, ya sea por una u otra razón, y luego ese pensamiento, o quizá preocupación, se fue difuminando en el ansia de saber donde podrían cruzar hacia su derecha, donde está el expendio que en el enrejado tiene pintadas teclas de piano y notas musicales, ya que a su derecha continua el rio, separándolos de un punto en que pudieran regresar totalmente al mundo real, al de todos los días en la escuela, al de los problemas, al de las búsquedas ontológicas o existenciales, y, de pronto, siente que los dedos ya no buscan una razón de porqué cruzar el puente, sino le orillan a preguntarse, porqué no cruzarlo, sin pensar, o sin intentar pensar en el vértigo y en el miedo al tren y a la nariz rota, la caída y la ropa mojada, dejando un enorme párrafo frente a él, dentro del monitor, que sirve de puente entre el momento en que sus dedos empezaron a caminar por las teclas indecisas, que ya varias veces habían ensayado varios inicios fallidos, y el momento en el que lo invadió alguna suerte de entendimiento, poniendo así punto y final.
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