miércoles, 16 de noviembre de 2011

Carta a una vieja cómplice.

Se te hizo tan extraño que de pronto empezara a hacer tantas confidencias, siendo que siempre las evitaba: no conocías más allá de los padres en aprietos económicos, destinando el poco dinero para pagar su carrera de medicina a su hijo; al abandonar el restaurante aquella noche, más extraño aún se te hizo el hecho de que te pidiera, como favor, no ir directo a la Residencia, sino a otra parte de la ciudad, Será rápido, no te preocupes, jamás intentaste disimular que te gustaba y por eso tomar esa desviación no era molestia: cuándo ibas a imaginar lo de las tuberías de cobre y, muchísimo menos, cuándo ibas a imaginarte siendo una fugitiva de esa ley tan intangible a la que habías aprendido a temer toda tu vida. Una casa bien cuidada que te recordaba a la tuya: esperabas una puerta abierta, un apretón de manos, quizá que se te presentara, en su lugar observaste por el retrovisor la llave inglesa, el acercarme al medidor de agua del ayuntamiento, cuan fácil cedió ante unos movimientos de muñeca, el extraer la tubería de cobre, el agua saliendo a presión, el regresar a saltos hasta el coche, Arranca ya. El promedio más alto de su clase, el que siempre obedece a sus padres, el que ayuda a todos, ¿cómo pueden un vil ladrón de tuberías y ese estudiante modelo, ser la misma persona? Además no bastando con que la situación fuera demasiado absurda, la sentías irreal; estoy seguro de que aceleraste creyendo que así te ibas a alejar de la fantasía, que en aquellas diez calles yo ya no traería la tubería en las manos y regresaría a ser el mismo alumno destacado que me creíste antes, ¿Por qué hiciste eso?, Cálmate, te grité, ¿cómo hacerte entender, si estabas en negación, que el dinero de mis padres no era suficiente, que un día mis compañeros de la Residencia me invitaron, que yo también sentí el ácido subiendo por la garganta, que también mi mundo cayó hecho guijarros al entender que quebrar la ley es igual de sencillo que respirar? Si no te podía explicar eso, ¿cómo atreverme a revelarte que mi usual cómplice había sido encarcelado la noche anterior, que por eso ocupaba ayuda extra y que sólo confiaba en ti? No había manera, en cuanto te estacionaste, nos volvimos dos directores interpretando todas las sinfonías de la desesperación y la incomprensión, hasta te recostaste en el asiento para procesar lo que acababa de ocurrir, hiciste unas cuantas preguntas y, aunque no terminabas de comprenderme, estaba seguro, hiciste como que sí: como si realmente me entendieras.

Yo sé que no lo hacías, hasta que no tuviste la llave inglesa en tus propias manos, tu mente no comprendió el afán de robar tuberías de cobre y venderlas, en lugar de buscar un trabajo aburrido y desgastante en un supermercado, un restaurante o un cine; sin embargo tenía el presentimiento de que disfrutarías entenderlo, así que intentando convencerte de volver a acompañarme descubrí que mi ingenio podía ir más allá de lo que sospechaba: no sé si recuerdas la cantidad inmensa de chantajes, sobornos y adulaciones con las que te bombardeé esos días, sin embargo lo que sigue sorprendiendo más es lo de la boutique, cuándo agarré la blusa que te habías probado pero no traías dinero para comprar (irías a pedirle a tus padres, creo), la metí en tu bolsa con un solo movimiento, quisiste decir algo y te cambie de tema, salimos de la tienda, te empecé a platicar de la escuela creo y tú no respondías nada, te fuiste callada hasta el estacionamiento. Ya en el coche sacaste la blusa, la admiraste, la frotaste con los dedos, me miraste, Fue demasiado sencillo, tus ojos estaban ahogados por la perplejidad de que aquello que tanto difamabas y denunciarás pudiera ser efectuado con tanta felicidad, que esas clases de ética de la preparatoria fueran tan fantasiosas, que ya no te provocaran miedo tus tías hablando de malhechores juveniles que acababan en la cárcel, de la vergüenza que habrían de sentir sus familias…No te terminabas de hacer una idea de aquella realidad insospechada que se abría frente a ti en forma de blusa, pero yo sí y levante los hombros intentando darte a entender que no había nada que pudiera explicarte, que así era simplemente, que era algo real, que no bajaría una gran mano del cielo para llevarte al castigo eterno o no aparecerían policías detrás de los otros coches del estacionamiento para detenernos, Me equivoco, reflexioné: es probable que ocurra si nos quedamos más tiempo aquí, me miraste y unos minutos después ya estábamos perdiéndonos entre los coches, en las congestionadas calles de la ciudad.

Se volvió una rutina esperarte en la entrada de la Residencia cuando empezaba a oscurecer. Era maravilloso recorrer las calles impregnadas por la luz de las farolas a tu lado: era como un segundo hogar, como si estuviéramos internados en un mundo en el que no pudieran dañarnos. Llegabas, me introducía en nuestro pequeño mundo y me olvidaba de las preocupaciones que pudieran darme mis padres, mis compañeros, mis tareas, las noticias: desde hacía tiempo estaba seguro de que si no tenía el valor de continuar los robos, se derrumbaría esa vida que empezaba apenas a armar con la dificultad de un ave construyendo un nido, en medio de una tempestad. Detenías el coche rápidamente cuándo descubríamos una calle oscura sin peatones, descendía como una sombra de pesadilla hacía las tuberías o cualquier cosa que descubriéramos que pudiera venderse, ajustaba la llave inglesa o las pinzas, extraía la pieza y nos perdíamos en la noche: era una operación sencilla; con el tiempo se volvió demasiado sencilla.

Me acuerdo que, sentados en los juegos oxidados de algún parque, me comentaste que con la miseria que me daban en el depósito por el cobre y con las libros que iba necesitando con más urgencia en la escuela, a este paso compraría el material del primer año en el último, Hay que hacer algo más fuerte propusiste, Cómo qué, pregunté, Asaltar un supermercado, por ejemplo. Me vinieron a la mente imágenes de forajidos asaltando un tren: los tambores anunciando su llegada a la maquinaria, los rifles, las caras preocupadas, las joyas metidas en su saco; hablamos sobre paliacates que nos cubrirían la mitad del rostro, comentaste que yo podía gritar, mientras tú apuntabas con algún arma. Un arma, comenté desilusionado, nos falta un arma y comentaste que agarrarías alguna de la colección de tu padre. Asaltaríamos uno, dos o tres supermercados en una noche. Iríamos a pie, para que no vean el carro…E incluso si veían el carro, era mucho mejor. Encontraríamos el modo de escapar de la policía: nadie nos podía detener. Queríamos ser perseguidos como forajidos, jamás ser descubiertos y hacer el amor en la oscuridad.

Lo irónico de que pensáramos que nada podía detenernos es que jamás nos pudieron detener. Aquella noche era perfecta: las tuercas cedían al menor esfuerzo, encontramos una casa con tuberías de electricidad y unos adornos de metal en el patio delantero que parecían haber sido puestos para ser robados; aquella vez me ayudaste y recuerdo cómo me sorprendí al ver que entendías la mecánica muy bien: fuera tuercas, fuera pernos y el objeto pasaba a ser de nuestra propiedad, nadie salía de sus casas, hacíamos con tal silencio nuestro trabajo que era cómo si nosotros no perteneciéramos a ese nivel de la realidad, de pronto sentí un cambio de colores en el ambiente, azul y rojo, observé una patrulla, a través del parabrisas vi a los dos agentes mirándonos desde lo lejos y sentí que me dominó el vértigo, te grité y corrimos al automóvil, esta vez yo me subí a conducir, la patrulla como que se quiso detener y al ver nuestra prisa se lanzó detrás de nosotros: ya saben qué estábamos haciendo, pensaba y aceleré. Creo que ahí estuvo el error: si no hubiéramos hecho eso, si hubiéramos fingido, quizá habríamos continuado con los robos, pero estaba seguro de que lo que ambos pensamos en ese momento era ser detenidos, las celdas de la municipal, confesar nuestros delitos, solicitar un abogado, así que pisé el acelerador a fondo y empezamos a danzar por las calles de la ciudad. Ahora me aterra recordar que torcía el volante sin advertencia, que el coche patinaba en las dos llantas delanteras. Tus gritos de amazona. Recuerdo haber dado una vuelta y haber visto un coche viniendo frente a mí en sentido contrario, recuerdo haber torcido el volante, cerrar los ojos, y el subsecuente crujido del acero. No pude pensar en otra cosa más que en la muerte hasta que me di cuenta de que seguíamos vivos, así que frené y el automóvil se deslizo, dando una vuelta en las llantas delanteras, dejándonos así en primera fila de la catástrofe: el coche de policía había sido enviado al otro lado de la calle, estampándose con un muro, y frente a nosotros estaba una camioneta con todo el frente despedazado. Nos agarramos de la mano y, tras admirar el apocalipsis unos momentos, descendimos. Los dos agentes estaban prensados entre las vísceras de hierro el coche, el parabrisas abollado, sangre en la frente; en la camioneta, el conductor con la cabeza recargada en el volante, una muchacha retorciéndose débilmente en el asiento del copiloto, Hay que ayudarla, abriste la puerta a cómo pudiste y entre los dos la alejamos de la camioneta, recostándola en la acera, sacaste tu celular para marcar a una ambulancia y la muchacha levantó una mano, Llámale a mi amor, te decía, llámale, él sabrá qué hacer, y nos quedamos viéndole aterrados, él es perfecto, él tiene la solución a todos los problemas, por eso lo amo, nos confesó, su cuerpo se irguió un poco, respiró profundo y su rostro se aflojó, recargando la mejilla en la acera.

Aún cuando llegamos a la Residencia no podías dejar de llorar e incluso al, finalmente, dejar de hacerlo, te quedaste en silencio, cómo si lo hicieras por respeto a la muchacha; ambos estábamos sentados en el pórtico sin mirarnos, hasta que caminaste al automóvil y tiraste con desprecio los metales al piso, sacaste unos billetes y los arrojaste junto a ellos, Agárralos, así es más fácil, no seas orgulloso, Tranquila, te susurré intentando agarrarte por la cintura, aunque yo mismo no lo estaba, el dinero ya no es el problema, tú lo sabes, volviste a llorar, Agarra el dinero, olvídate de la noche y disparar a las estrellas: esos agentes están muertos, esa pareja está muerta, me miraste intentando encontrar palabras para convencerte, me insultaste por mi silencio, me llamaste cobarde por no poder llevar una vida normal, que no supusiera riesgos para las otras personas. Me sentí traicionado al ver que lo que antes te emocionaba, ahora era objeto de reproche, por eso cuando te subiste al coche y te quedaste llorando, me subí a mi habitación, sin decir nada.

Por supuesto que cuándo me empezaste a evitar tuve que evitar andarme con patetismos: ni tu ni yo los queríamos, lo sé, después de nuestra época lo ocurrido es lo único de lo que puedo estar seguro. A veces me entraba la añoranza al caminar en soledad con las tuberías en las manos, escondiéndome en los callejones, en los matorrales, detrás de los contenedores de basura. A veces, al pasar cerca de algún supermercado me detengo, pensando que si tuviera un arma entraría…sin embargo no es lo mismo sin un cómplice, aunque representa más riesgo y brinda más adrenalina hacerlo sólo, añoro el automóvil esperándome, la seguridad de que estaré lejos en menos de unos segundos… ¿Qué tiene de malo que sucedan cosas malas, me pregunto a veces? No todo debe ser lindo en este mundo, no todos deben vivir una vida larga, no todos deben tener la conciencia limpia ni seguir las reglas de la sociedad.

O dime, ¿acaso tú no extrañas aquella complicidad?

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