Es difícil profanar un sepulcro, como no tienen idea.
Hay un vértigo que te orilla a planear meticulosamente el día y la hora en qué irás: la elección, indiscutiblemente recae en la noche, en la noche protectora. Te llevas herramientas, todavía emborrachado por la idea de que será sencillo. Saltar bardas o romper cercos no es lo problemático, tampoco buscar la tumba entre la oscuridad, sino el tipo de sepulcro: para mi suerte, esta eran solas sobrepuestas, así que con una pala para remover el medio metro de tierra, y con un cincel para quitar el cemento que sellaba la losa, terminaría el trabajo. Sin embargo, un monumento de yeso supongo que sería más difícil de abrir. Y más porque, mientras estás ahí deshaciendo el trabajo que unos días antes viste a unos albañiles realizar, pasan todo tipo de pensamientos por tu cabeza: temes que la persona en estado de putrefacción de pronto despierte, o que no haya nada en el agujero, temes, aun siendo escéptico, desentrañar alguna catástrofe. Más no te detienes. Si te fueras a detener, jamás hubieras entrado al cementerio de madrugada. Si te fueras a detener, estoy más que seguro, lo habrías hace mucho. Una vez que ya abres el sepulcro, ya no hay marcha atrás.
Los primeros días son los más difíciles, estoy seguro. Más que seguro, me atrevería a decir. Hay un espacio vacío en tu vida. Suena trillado, pero así es. Falta algo. Y entre más cercano sea la persona cuyos restos están encerrados en el sepulcro, más grande es ese vacío. El mundo ya no es el mismo, quieras o no, y el mundo no se detiene a permitirte digerir la mierda que te ha obligado a comer. Él mundo sigue girando, los pájaros siguen cantando, los carros siguen atascándose en embotellamientos todas las madrugadas, los periódicos siguen siendo repartidos, aquel anuncio que viste con la persona antes de su muerte, ha sido removido. El mundo está dispuesto a seguir avanzando, más tu no. Y eso es algo…inaceptable, el dolor, la confusión es tal que hasta los músculos más pequeños que rodean a tu corazón lo resiente. El mundo ya no es el mismo, te dicen, y jamás volverá a serlo. Entiéndelo.
Y no lo vas a entender: lo mismo que con profanar tumbas: si fueras a entenderlo, lo habrías entendido hace mucho.
El simple aleteo de una mariposa lo puede modificar todo: si la mariposa aletea once veces, en lugar de doce, el mundo cambia. Si se posa en algo o no lo hace, surge una nueva posibilidad. Los diagramas conceptuales de posibilidades que se extienden son infinitos y, más que nada, crueles: porque son introspectivos. Jamás te detienes a pensar en ellos, hasta que ya conoces de memoria uno. Un gran conjunto de coincidencias que, de quitar solo una, incluso la más trivial, hubiera decidido si aquella persona vivía o no. Olvidar hacer una llamada, no haber convencido a alguien de irse o quedarse, que maneje zutanito o menganito…Todo afecta, todo decide. Una sola cosa cambiada y ya no tendrías razón para encontrarte rodeado de la oscuridad, con el sudor cayéndote en los ojos que, ya de por sí, apenas ven, mientras retiras las losas.
Y ahí está, de nuevo cerca de ti. Solo ocupas hacer espacio suficiente para abrir el ataúd o romperlo. ¿A quién se le habrá ocurrido enterrar a los muertos en ataúdes?, te preguntarás, porque consideras a esa persona un genio: abre la posibilidad de el cuerpo sea exhumado si se necesita, de que algún familiar o amigo irrumpa a media noche, abra la caja de madera, descubra el cuerpo hinchado, se quede estático, sienta el sudor cayéndole por los ojos, respire profundo y se lance a llorar, abrazando esa masa podredumbre que hace mucho dejó de ser su persona querida.
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