Los minutos se consumen mientras escribo estas palabras: minutos que serían útiles para estudiar para mi examen, en esa materia en la que ya doy patadas de ahogado. Y digo patadas de ahogado porque me encuentro condenado a la mala calificación, pero hay algo ahí, llamémosle esperanza, que me impulsa a dar una patada o un braceo: esperanza inútil (¿cuáles esperanzas no lo son, la mayor parte del tiempo?). He intentando todo: racionalizar los conceptos, deducir los espacios en blanco de los espacios conocidos y no he logrado más que ver con más bruma toda esa información irracional que debería comprender. Es una materia medular: es decir, el contenido de la materia se alimenta de la mayoría, sino es que todas, las otras materias que he llevado en la carrera. Si tenemos en cuenta que la mayor parte de la carrera (salvo un caso único), me la he pasado indagando en otros derroteros (mi mismo, el mundo a mi al redor, las personas cercanas a mi, la realidad en sí), podremos, quizá, entender el meollo del asunto. Estoy con el agua hasta el cuello y espero aún que se de un cambio. ¿Gritos de auxilio a la divinidad? No lo creo: primero porque soy el santo patrono de la negación, segundo porque aunque existiera un Dios y estuviera ahí arriba, no le pediría ayuda. No por orgullo (¿qué me importan a mí el orgullo, la vergüenza?), sino por qué quemar un cartucho que puedo usar después, con algo tan trivial como una materia. La razón de que tenga el agua hasta el cuello, de que vea la información ofuscada y la respiración se me acorte es la incertidumbre de no saber qué puede ocurrir con el cambio a la otra escuela si repruebo la materia. No es la materia en sí: es las consecuencias que puedo tener. Y, como siempre, el futuro no es más que un campo minado en el cual puedo o no perder una pierna.
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