Cuando entré a la secundaria un profesor nos platicó que, según estaba pronosticado, en el 2019 un asteroide pasaría cerca de la tierra o se estrellaría en ella; ya desde antes, y gracias a Hollywood, mis pesadillas estaban pobladas de distintas variables de una catastrofe mundial ineludible. Por tanto, el comentario de mi profesor me asustó de tal manera que a veces no quería dormir, con tal de no tener pesadillas. No sé si mi profesor lo habrá dicho enserio o habrá sido, simplemente, un invento. Pero cuando llegó julio del 2006, volvió la paranoia: llegué incluso a rezar porque no ocurriera ninguna catastrofe, porque todo continuara su usual rutina.
Por supuesto, han pasado los años, y ahora no estoy tan seguro de querer rezar para evitar alguna catastrofe mundial, que pusiera fin a la humanidad a como la conocemos. Últimamente, con la cercanía de diciembre del 2012, he empezado a leer infinidad de artículos que informan que la idea de un colapso final es totalmente occidental y cristiana: no son muchas las culturas que comparten la idea del armagedon. Curiosamente, fuera de mis pesadillas y temores infantiles, jamás me había planteado como sería. Hasta que vi Buscando un amigo para el fin del mundo.
En realidad, desde los primeros minutos me impactó: el mundo se acabará en tres semanas, ya no hay plan b, suerte con sus últimos días. Y, como si no fuera poco, todos mis miedos infantiles fueron sumandose a la lista: el colapso de la sociedad, la negación de las personas de esta, el tener fecha de expiración por parte de los personajes principales. Y, por supuesto (y sin dar muchos detalles), el final de la pelicula, aunque muchos críticos han declarado no va acorde a esta, yo siento que no podría tener otro final.
Ya no soy un niño. Tampoco puedo decir a ciencia cierta que soy un adulto. Voy a cumplir 22 años y sin embargo, la pelicula logró tocar algo de mi más remota infancia.